TRUCO GALLO


MARIO FLECHA   GREGORIO KOHON   VIQUI ROSENBERG









El truco gallo es un ejercicio intelectual parecido al ‘three-sided football’ del

Situacionista danés Asger Jorn quien comparaba la lucha de clases con

un partido de fútbol en una cancha hexagonal y tres equipos disputándose

la pelota.

El truco gallo tiene objetivos muy simples - unos ganan y otros pierden.

Las reglas de juego son más complicadas porque el triunfo o la derrota está supeditada a la verdad, la semi-verdad, la astucia, el engaño, la mentira y la

poesía.

Los cuentos en Truco Gallo son una aproximación a la vida, a ese juego

infernal donde no todo lo que se dice es lo que es, pero tampoco lo opuesto.


Mario Flecha


 

 








 

 

Los vendedores de humo

 

 

 

 El único objetivo del Turismo es cansarse.

 

 

 

 

Todos los domingos por la mañana entro al túnel del tiempo que me lleva al siglo XVII, es decir, al Mercado de Brick Lane, donde los desesperados del este se encuentran con los del oeste. La pobreza de los vendedores compite con la de las mercancías que ofrecen, discos de vinilo imposibles de escu- char, bicicletas destartaladas, revistas amarillas de humedad. El frío les muerde las manos, les quema las narices.

Hay una atmósfera brutalmente triste y sin embargo me atraen como esos vicios incontrolables.

 

No recuerdo quién comparó el mercado de Brick Lane con  un hormiguero, decía - Cuando pateas un hormiguero todas las hormigas huyen despavoridas en todas las direcciones, la gente en los mercados hace siempre lo mismo, se mueven sin rumbo, cruzan las calles en zig zags interminables, guiados por la curiosidad, empujados por el deseo de poseer.

Se acercan a un puesto, levantan algún objeto, piensan que quizás lo necesitan, discuten interminables minutos el precio y lo abandonan sobre las mesas o se meten la mano en los bolsillos buscando el dinero para pagarlo.

 

 

 

Este domingo vi entre la multitud a un grupo de turistas, que se me antojó que serían rioplatenses, me acerqué a ellos para escuchar sus voces y comprobar de donde venían. Eran tres parejas de argentinos o uruguayos. Uno de los hombres se estaba quedando relegado, tenía la altura que tienen muchos hombres, ni muy alto ni muy bajo de estructura robusta y con una cara que contradecía la fortaleza que emanaba de sus movimientos, lo vi golpeándose los hombros con hombres de otros continentes, a quienes jamás conocería. Ignorándose mutuamente, juzgándose por la vulgaridad de las apariencias.

 

 

            Hacía varias semanas que no sabía nada de lo que estaba pasando en Buenos Aires, no quería que ellos se                                               

           enteraran que soy argentino. Seguí al grupo a cierta distancia, tratando de escuchar las conversaciones,pero

pronto entendí que éste era un ejercicio inútil porque en los mercados todo se limita a nombrar poca cosa, mira esto o lo otro, qué lindo o no me gusta.

 

El hombre se dio cuenta que lo estaba siguiendo y comentó  a sus amigos

-   Este año vengo matando... me siguen las mariposas en cual- quier parte del mundo, –dijo en castellano–.

Los otros dos me miraron, y también se rieron de de mí. Reconocí la picardía porteña. Desilusionado seguí en busca de algo indefinido, a encontrar algún objeto que atrape mi atención y coincida con la limitada capacidad de mis bolsi- llos.

Necesitaba poner en movimiento los deseos de consumir, el placer de discutir el precio, iniciar esos diálogos con desco- nocidos que comienzan con una sonrisa y terminan con un acuerdo.

-   ¿Cuánto quieres por esto?

-   15 libras

-   Demasiado esto no vale ni la mitad pero te doy 10 libras.

-    No, eso es lo que yo pagué, necesito ganar algo, dáme 12 libras.

-   Bueno.

Mientras me entretenía con mí monólogo, veo caminando hacia mí a Raúl Stori, el Tano. Hacía bastante tiempo que no nos veíamos, y nos abrazamos fraternalmente.

Raúl propuso tomar un café, caminamos juntos un trecho y entramos a la primera cafetería que encontramos, en la esquina de Brick Lane. Nos sentamos para compartir nues- tras naderías, cuando veo entrar a las tres parejas de turistas rioplatenses.

Le conté a Raúl que uno de ellos pensó que yo me había enamorado de él porque los había seguido un trecho en el mercado.

-   Necesito escuchar esas voces porteñas.

  No, - dije de malhumor    

      No te preocupes, les digo que sos sordomudo, poné la mejor cara de no entender nada. Sonreí a todo, – dijo gui- ñándome el ojo derecho.

Se levantó y tropezó con la silla donde estaba sentado uno de los hombres.

Se dio vuelta y les dijo - Perdón, en castellano.

El grupo se quedo congelado no atinaban a responderle

-    ¿Son de Buenos Aires?, –preguntó el Tano Stori, tomando una silla y sentándose entre las mujeres y los hombres–.

Sonrío a todas las direcciones mientras hablaba, el grupo había quedado petrificado.

El Tano, magnífico, siguió sin enterarse de nada. Señalándome con el dedo mayor les dijo - Perdón... - manía que había adquirido en Londres, antes de cualquier cosa él largaba un perdón. Es de buena educación, solía decirme cuando yo me burlaba.

-   Quiero presentarles a mi amigo

Seis pares de ojos se clavaron en mí con un dejo de desespe- ración, ¿y ahora qué? –se preguntarían.

El hombre vanidoso que se había hecho el gracioso momen- tos antes se puso rojo al reconocerme. Se tranquilizó cuando escuchó al Tano que seguía presentándome.

-     Lamentablemente mi amigo tiene dos problemas que se nombran con una sola palabra: es sordomudo.

Viniendo hacia mí, me levantó del brazo, movió mi silla al lado de la suya y me hizo sentar.

-   Se llama Nicéforo, Nicéforo Basi. Entiende todo porque no es sordomudo de nacimiento sino que cuando joven su her- mano que estudiaba medicina en Buenos Aires, le hizo una broma macabra, mientras el dormía puso un esqueleto a su lado y cuando se despertó, Nicéforo vio a la muerte. Asustado, gritó de miedo, pero esto fue lo último que dijo. Después se quedó sordomudo del terror.

-    Pobre –dijeron las tres mujeres mientras los hombres man- tenían un silencio monástico–.

De pronto yo había ganado la simpatía de las polleras mien- tras que los pantalones aún no podían decidir mi sexualidad.

¿Sería un maricón?

¿Por qué los había seguido?

Cuando una de ellas preguntó a Raúl,

-   Nicéforo es un nombre raro, ¿De dónde viene?

          Su abuelo era admirador de Leandro Alem, el fundador del Partido Radical.

     - ¿Entonces?

-   Alem se llamaba Leandro Nicéforo Alem, el Nono conven- ció a su hija para que llame a su hijo Nicéforo, en homenaje a ese ilustre argentino.

Ella insistió - Pero tu amigo... ¿qué hace?

Raúl, diestro para la mentira contestó - Nosotros somos ven- dedores de humo.

-   ¿Qué es eso?

-   Hacemos fuegos.

Yo me mantenía serio reprimiendo las carcajadas.

-   Somos vendedores de humo. Repitió.

Nos miraron en silencio buscando respuestas a sus dudas, tratando de imaginar quienes éramos, qué queríamos, esta- ban esperando algún indicio que les permitiese saber de qué la íbamos.

Una de las mujeres simpatizó con nuestra desfachatez, - Un sordomudo y un charlatán trabajando de vendedores de humo, dijo con una sonrisa burlona.

Acariciándose la mano derecha con su mano izquierda, como si estuviera dispuesta a cortarnos a pedazos con algún bistu- rí mágico entre sus dedos nos preguntó,

-   ¿Cómo se comunican?

-    No nos comunicamos, yo hablo y el trabaja ignorándome. A veces tratamos de dialogar con gestos, también lee mis labios, otras nos escribimos mensajes.

Mi estómago se estaba retorciendo del dolor que me produ- cía contenerme a tanto disparate.

Los hombres seguían esperando una apertura, algo que nos acercara, algún indicio que denunciara nuestras simpatías, desde fútbol a Freud, qué pensábamos de la última ola de crí- menes entre los jóvenes adolescentes en Gran Bretaña o los crímenes del canalla ese de Blair.

El Tano continuaba el delirio en el que me había metido, ocupándose de parecer lo más posible a nada.

-   ¿Qué es eso de vender humo?, se animaron a preguntarnos. Transformamos madera en carbón, prendemos fuego a la madera, quemamos la parte exterior y lo dejamos encendi- do. Lentamente, se va consumiendo hacia el centro. Esto produce mucho humo, entonces lo ponemos debajo de pescados que están colgados entre dos postes unidos por soga como si fueran calcetines, el calor del humo los cuece y ahuma al mismo tiempo.

A veces usamos el sistema finlandés porque es mucho más rápido, cocinamos los pescados dentro de un barril de metal. Prendemos fuego de leña debajo del barril y cuando está a una temperatura bien alta agregamos agua, aserrín, azúcar y fresas, el humo que se produce dentro del barril cocina el pescado.

Le sacudí el brazo al Tano, pretendiendo que necesitaba explicaciones, empezó a gesticular con las manos como si se estaría comunicando en nuestro peculiar idioma, yo me negué a entender moviendo mi cabeza desconcertado, el Tano furioso saco un lápiz y un papel de su valija y comenzó a escribir.

Me pasó el papel y pude leer: Callate hijo de puta.

Le contesté en el mismo papel: Si estoy lo mas callado que he estado en toda mi vida.

De alguna manera los hombres comenzaron a distenderse, a tener confianza en que éramos un par de desgraciados anclados en Londres. La historia del pescado ahumado los había alucinado, perdieron el temor que el Tano les había infundi- do y se lanzaron a decir pavadas.

Desde qué alto es el Big Ben hasta cuantas putas tiene Picadilly Circus.

De pronto todos se reían menos yo.

-   Tú amigo, ¿es puto? –se animó a preguntar uno de los hom- bres–.

-   Que yo sepa no, ¿por qué me pregunta eso? ¿Es usted puto?

–dijo el Tano pretendiendo estar enfadado.

 

Las mujeres se rieron a medida que el hombre se paraba con la intención de darnos lecciones de violencia, los otros dos lo agarraron de los brazos tratando de calmarlo.

-   Che, pará que estamos en Londres.

Yo estaba dispuesto a salir corriendo, pero el Tano que se estaba divirtiendo como loco insistió.

-     No me gusta que ofendan a un discapacitado indefenso,

¿por qué me lo pregunta?

-   Te lo pregunto, porque me estuvo siguiendo en el mercado.

-   ¿Qué? ¿Le tocó el culo o el pito?

  No me tocó nada

-   Entonces, ¿qué?

-    No sé, me pareció que quería algo más que caminar atrás mío.

-   ¿Hubiese sido bueno para su ego?

El hombre transpiraba mientras contenía los deseos de terminar esto a las trompadas. El Tano cambió de conversación, dirigiéndose a una de las tres mujeres

-    Tu nombre es, dejame pensar un minuto dijo mientras se refregaba la frente con ambas manos para ayudarse a pensar.

-   Bettina.

Ella se sonrojo.

-    Sí, es mi nombre. ¿Cómo lo sabe?. –dijo ella desconcerta- da–.

-   No sé, esa manera de sentarse con las piernas cruzadas. Los tres hombres perdieron la paciencia, el Tano compren- dió que tanta intimidad molestaba.

-   ¿Qué quieren?

-      Nada, quería escuchar voces rioplatenses, preguntarles sobre mi Buenos Aires querido.

Los hombres respiraron mientras ellas se rendían a la seducción del Tano. Era hora de irse.

El Tano me agarró del brazo y levantándome les dijo:

-    Bueno, nos vamos, si necesitan algo aquí está mí teléfono, pasándoles un papel donde había escrito un número cualquiera.

Yo saludé a lo japonés, nos fuimos lentamente hasta la salida del café y una vez en la calle, salimos corriendo. Los tres hombres se levantaron y comenzaron a perseguirnos al doblar la esquina de Princelet Road, el Tano se paró a enfrentar a esos tipos.

Jadeando les preguntó - ¿Qué les pasa, por qué nos siguen, acaso están desesperados?

Antes que pudiese terminar, uno de ellos lo agarró del cuello mientras que los otros dos se tiraron encima mío.

El Tano sin aliento les pregunta - ¿Qué mierda les pasa?

-   Devuelvan lo que nos afanaron o los reventamos.

-   A nosotros no nos engañan, pendejos hijos de puta.

-   ¿Afanar?

-   Sí. ¿Qué nos afanaron?

-   Nosotros.

Las tres mujeres venían caminando.

        -   ¿Qué hacen? –gritaban–.

-   Estos ladrones nos robaron.

-   ¿Qué? Preguntaron las tres al mismo tiempo.

-    No sabemos, pero estoy seguro que corrieron porque nos robaron.

La gente comenzó a juntarse alrededor nuestro, sin entender qué estaba ocurriendo, murmuraban hipótesis extraordina- rias.

Escuché a alguien acusándonos del crimen de ser extranje- ros.

Las mujeres gritándoles a los hombres que nos dejen tran- quilos, que no habíamos hecho nada.

-    Sabía que te habían gustado estos guachitos. Le recriminó uno de ellos a Bettina.

Junté fuerzas y me saqué a los tipos de encima, le di un empujón al que estaba sujetando al Tano y se liberó.

Mientras nosotros nos acomodábamos la ropa desprolijada por la acción incomprensible de los turistas, ellos buscaron en los bolsillos, en las carteras, en las bolsas, en las bolsitas, las cámaras digitales, el dinero, las tarjetas de créditos, las de débitos, tenían todo, nos les faltaba nada.

La gente que nos había rodeado, adivinaron que era todo un mal entendido, que el incidente tendría un final feliz, hasta que finalmente se dispersaron aplaudiendo.

El grupo de turistas rioplatenses nos pedía disculpas. Teníamos que entender que nadie corre sin razón, que en Buenos Aires sólo corren los ladrones y que cuando vieron con qué rapidez queríamos irnos eso indicaba una sola cosa: que les habíamos robado.

-    Se equivocaron, pero ya que nos dieron la idea no los desilusionaremos –dije con bronca.

Los seis casi gritan - ¡Milagro! pero la sorpresa que les causó mi voz los confundió. Extendí dos dedos de la mano pretendiendo que eran el caño de un revólver como cuando éramos chicos, apoyándolo en la frente de uno de los hombres le dije: - Sacate los mocasines.

El obedeció, el Tano los levantó y los tiró en la alcantarilla.

-   Chau, –dijo Raúl– y nos fuimos.